14 de julio de 2010

Cuentista

Anoche Néstor, gran cuentacuentos, me hizo el  favor de leer mis relatos publicados en "Hasta anegar las torres" (el último libro de la escuela de escritores)  

 



Y a petición de Fer (Fernando Alcalá) voy a colgar aquí ambos textos.
El primero fue el que yo planeé al principio para la inauguración ya que habla de algo parecido a una galería de arte/museo y otras cosillas que no desvelaré. El segundo lo leyó porque él quiso y fue super emotivo porque habla de mi novela, de mi misma como escritora y mi relación con mi obra.
No digo más. Luego os pondré fotos y resumen de la jornada de inauguración de la exposición en el Hada Verde.  
Por ahora quedaos con "El gabinete de curiosidades" y "El rey escita"



Relatos de la nueva era.

Gloria Torres Daudén
 

A los hipogrifos. -Nunca olvidaré esos viernes-
A los que conocen a mi “Rey escita”
A lo que desearía abrazar, pero están lejos de mí.
A los que sí tengo a mi lado.
Y, como siempre, a Michael Ende.



El gabinete de curiosidades


El famoso gabinete de curiosidades de Lady Blodbaaz había abierto sus puertas por un solo día. Una multitud de científicos hacía cola en el exterior de la mansión.
Lady Blodbaaz esbozaba una media sonrisa, sentada en su trono de terciopelo blanco. Su cabello, recogido hacia arriba en un altísimo y complicado moño estaba adornado con multitud de esmeraldas pequeñas y dos rubíes. A un lado tenía una mesa con uvas y un abanico de plumas de pavo real; al otro, un frasco con embriones híbridos creados con pedazos vegetales y de león. Había también un mono disecado al que se había cosido con cuidado una cola de pez. En el piso superior se encontraban los esqueletos enormes de dragones, arpías y quimeras varias. Estaban muy bien construidos.
Lady Blodbaaz sonrió. ¿Vería alguno de aquellos sabios que se trataba de falsificaciones? Se llevó una uva a la boca y masticó. El jugo dulce le inundó el paladar. Había otra pregunta que le inquietaba más.
La puerta de la gran sala de curiosidades crujió y se abrió de par en par. Despacio, entraron los primeros investigadores. Todos en fila, con sus libretas de notas, sus anteojos y sus cabellos canos. Dejaron sus abrigos y sombreros de copa en los percheros de ébano y se acercaron hacia la dueña.
Ella no se movió de su trono. Tan sólo asintió ante los saludos de los eruditos y se abanicó con suavidad.
En silencio, ellos comenzaron su ronda. Unos abajo y otros tomaron las escaleras que llevaban al piso superior. Durante largo rato, Lady Blodbaaz los observó mientras paseaban entre los fósiles, esqueletos, plantas carnívoras y animales disecados y enjaulados que chillaban y gruñían.
—¿Dónde consiguió esta pieza? —preguntó de repente un investigador calvo y encorvado. Estaba ante el fósil de un fémur del tamaño de un caballo.
Ella mordió otra uva y sonrió.
—Me la trajeron del Oriente.
El investigador arrugó la frente y se rascó la calva.
—Hay algo incorrecto en ella —Sacó una lupa y examinó más de cerca la superficie amarillenta. Carraspeó.
Lady Blodbaaz se llevo dos uvas a la boca.
—Su textura no es coherente —dijo el sabio—. Parece estar hecho de una masilla de hueso y no ser una pieza completa.
Un compañero de barba rojiza se acercó a dar su opinión y pronto se les unió un coro de expertos. Poco a poco surgieron otras voces desde diversas partes del gran salón de exposición. Según decían, había algo incorrecto en otras muchas piezas de la colección.
—Me temo —dijo el calvo al fin, guardando su lupa— que o la han engañado a usted, mi muy estimada señora, o nos engaña usted a nosotros —hinchó la nariz con desdén—. Ninguna de esas cosas es tolerable.
Lady Blodbaaz sonrió aún más, mostrando sus dientes teñidos de azul. Los dos rubíes centellearon desde su cabello.
—¿Cree usted?
—Eso creo. —El erudito tensó los labios—. No hay nada verdaderamente extraordinario en su colección. Todo es una farsa. Sólo curiosidades ya bien conocidas. Todo lo llamativo es falso. Los monstruos que tiene aquí son burdas manipulaciones. Todo.
Otros investigadores asintieron a su espalda. La sala se llenó de rumores fruto de las discusiones de los sabios.
Lady Blodbaaz soltó una carcajada. Entonces regresó el silencio. Ensanchó su sonrisa.
—Me temo —dijo mientras sus dedos acariciaban una uva—. Me temo que se equivocan, señores míos. Hay algo que han pasado por alto.
El científico calvo negó con la cabeza. Carraspeó. Sus dedos temblaban un poco.
—Nos ha hecho perder el tiempo —dijo al fin.
Ella esbozó una sonrisa inocente. Las piedras rojas brillaron de nuevo.
El sabio gruñó con desdén, recogió su abrigo y su sombrero y tomó la puerta. Sus compañeros lo imitaron mientras debatían entre ellos. La puerta se cerró tras el último.
Lady Blodbaaz esperó con una sonrisa ancha que alguno reapareciera, ansioso por conocer el verdadero secreto de su colección. Esperó a que la puerta volviera a crujir y un incauto curioso regresara. Se irguió en la silla, con los músculos en tensión, pero ninguno lo hizo. Lanzó una risotada. Al final lo había logrado. Ni el más sabio de entre los eruditos la detectaría. Se llevó las manos al pelo y deshizo su peinado, tras el que aparecieron los dos ojos carmesíes y una boca dentada.
Esta vez ambas bocas rieron.




El rey escita

Mi novela necesitaba un protagonista. Me mordí las uñas. Estaba sentada frente al ordenador. Atardecía. Por la ventana abierta entraba la brisa y yo seguía sin solución.
Entonces tocaron a la puerta con suavidad. Abrí y me lo encontré ahí, de pie. Vestía de azul y blanco, y entre sus cabellos negros había, prendidos como joyas, algunos granos de arena.
—Mi historia —me dijo—. Cuéntala.
Desde esa tarde, el rey escita ha estado a mi lado, susurrándome al oído lo que sucedió en tiempos remotos. A veces se ha ido y me ha dejado sola ante la responsabilidad de contar su historia. Pero siempre regresa, sonriente. Se sienta a mi lado, muy erguido y me mira mientras tecleo. Solo mira. Ya hace tiempo que acabó de contarme todo lo que sabe. Ahora me toca rellenar las lagunas. Vuelvo a morderme las uñas. No es fácil. Muchos días siento un estremecimiento y pienso que no tiene sentido escribir quinientas páginas sobre alguien al que sólo yo conozco. Pero entonces me vuelvo y la sonrisa plácida de él me calienta. Dejo de temblar, doy paz a mis uñas y escribo. Las palabras se suceden en la pantalla, negro contra blanco. Él canturrea una melodía sin palabras. El golpeteo de las teclas resuena como un tambor.
—Gracias —oigo. Y no sé si lo dice él o lo digo yo.


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